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viernes 03 de mayo del 2024
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Autobiografía de un "freelance"

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Hola, permítanme presentarme. Mi nombre es Daniel Moreno, soy natural de Madrid, España, y tengo 46 años. Estoy escribiendo este artículo porque quiero colaborar con mi experiencia personal relacionada con la huida del sistema laboral desde el punto de vista de un empleado y la auto-conversión en "freelance", algo con lo que mucha gente sueña pero que pocos pueden o se atreven a intentar.

Todo comenzó hace ya muchos años, cuando contaba con solo 17 otoños, época en la que mis padres me consiguieron mi primer empleo como "chico de los recados" en una empresa de limpiezas que tenía las oficinas justo enfrente del Parque del Retiro, en la Calle Ibiza nº 1 de Madrid.

¿Por qué empecé a trabajar tan temprano? Pues porque eso de estudiar no iba con mi temperamento inquieto y rebelde. ¡Pobre ingenuo! Pensaba que trabajando iba a ganarme una parcela de libertad individual, con dinero en el bolsillo y una mayor dignidad e imagen de cara a los demás. ¡Nada más lejos de la realidad! Desde el primer día de trabajo sufrí lo indecible la tremenda explotación y humillación que aquellos jefes miserables ejercían sobre aquel

chiquillo inexperto y soñador. Baste decir que recorría Madrid de Norte a Sur y de Este a Oeste diariamente a la carrera, con la lengua afuera, en metro, en autobús, a pie, era una carrera infernal en la que aquellos negreros pretendían que repartiera "en mano" toda la facturación local de la empresa, una tarea absolutamente imposible que vista hoy parece un cuento de Dickens, como aquel cuento de Navidad en el que la miseria humana quedaba retratada como en un oscuro cuadro al óleo.

Pero hecha la ley, hecha la trampa. Ante aquel reto imposible de cumplir, este chiquillo inexperto y soñador fue ideando maneras de esquivar la vara del capataz. Por ejemplo, aprendí cuales cartas podía echar en un buzón y cuales debía entregar en mano sin que me pillaran en el embuste. También aprendí a falsificar las pequeñas facturas del estanco donde compraba los sellos de correos, de modo que al final de la semana conseguía unos duros más para salir con mis "coleguitas" el fin de semana. También recogía (y esto era muy ingenioso) billetes de metro del suelo que tuvieran la fecha del día y la estación de origen relacionada con mis supuestos viajes imposibles de cumplir y los presentaba como justificantes de haber ido a todos los recados encargados cada día.

Recuerdo que un día, el presidente de la empresa, que también tenía un puesto importante en una empresa petrolera localizada por aquel entonces en la Calle Abascal de Madrid, mandó a su hijo a la oficina para que me acompañara unos días en mi tarea cotidiana y de ese modo "aprendiera" lo que es el trabajo, ya que aquel niño que ya debía tener 17 o 18 años era un muchacho vago e indolente, consentido hijo de papá que no tenía voluntad ni valía para absolutamente nada. ¡Qué tortura para ambos!

Aquella mañana, él sufrió muchísimo porque tuvo que "galopar" a lo largo y a lo ancho de la ciudad acompañándome en los recados, que incluían no solo el reparto de sobres, sino también gestiones en los bancos, cobranzas, etc. Y yo sufrí también porque al estar vigilado de cerca por el hijo del presidente, no pude hacer ninguna trampa, ni echar al correo ninguna carta de las que debía entregar en mano, ni recoger del suelo ningún billete de metro que justificase los viajes no cumplidos. Pero afortunadamente, tan duro era el trabajo, que esa sola mañana bastó al niñito de papá para no volver nunca más. A pesar de mi agotamiento de aquel día espantoso, al final de la jornada me regocijaba imaginando al hijo del presidente aterrorizado ante la idea de tener que repetir aquella jornada agotadora. Por supuesto, sobra decir que jamás volví a verle. Me pregunto si después de tantos años, él recuerda como yo aquella experiencia.

Y así, entre carreras, regañinas infundadas, facturitas de sellos falsas y fines de semana de rebelde embriaguez transcurrió el tiempo hasta el momento de irme a la mili. Contaba yo por aquel entonces con 19 otoños (digo otoños porque nací en septiembre y no en marzo) cuando el destino me jugó una pasada que no sé si calificarla de "buena pasada" o de "mala pasada", pero que en aquel momento me hizo ver todo tipo de estrellas aventureras. Se sorteó el destino de los mozos del reemplazo del año 1981 y me tocó ir a Ceuta.

¡Qué tragedia en mi casa! Mi mamá, aquella buena pero posesiva mamá se llevó las manos a la cabeza cuando se enteró. Pero en mi interior bullían las ganas casi irreprimibles de irme cuanto antes a vivir aquella gran aventura que llamaba a mi puerta.

¡Qué gran ingenuo! ¡Qué inconsciente! El hecho fue que no solamente evité cualquier tipo de apelación para evitar tan lejano destino militar, sino que adelanté la partida. Corría el mes de enero de 1982 cuando recogía "el petate" en los cuarteles de "El Batán" para embarcarme en un tren desde la estación de Atocha con destino a San Fernando, Cádiz, donde se encontraba el "C.I.R.16", aquel famoso campamento militar que junto con el de Cerro Muriano, en Córdoba, gozaban de la reputación de ser uno de los más duros de España (no era de extrañar, ya que de allí debían salir aguerridos soldados hacia unidades como Los Regulares, La Legión o Los Boinas Verdes). ¡Dios mío! y yo que lo único que pretendía era huir de aquella maldita oficina que tanto me amargaba la vida...

Como mis experiencias en la "mili" no son objeto de este artículo, las reservaré para mejor ocasión. Baste por el momento decir que durante aquellos 14 meses que me vistieron de verde oliva, estuve a punto de convertirme en un sinvergüenza irredento, vago y borracho, hasta el punto de que cuando volví a Madrid 10 meses después de haber partido de Atocha, mi madre casi no me reconocíó. Y no fue por mi aspecto, ya que seguía siendo aquel jovencito agraciado que se marchó, sino por el frío y distante talante con el que volví. Después de un año de soportar todo tipo de vejaciones y de delitos contra mis humanos derechos, me había convertido en un tipo indolente al que nada le importaba y que lo único que quería era "seguir poniéndose pedo"

Pero bueno... ¿qué tiene que ver esto con la autobiografía de un "freelance"? Pues bastante, mis queridos lectores. Sólo imagínense ustedes mi regreso a aquella oficinucha que me había guardado el puesto porque la ley le obligaba a hacerlo. La primera mañana que aparecí por allí, puse "firmes" al pequeño y destartalado jefezucho y con voz desafiante le dije que me iba, que me preparara la cuenta. Dos horas después de mi reincorporación al puesto de trabajo, estaba de nuevo en la calle con 800 pesetas de indemnización y el mundo por montera. Ese fue el comienzo de un periodo maravilloso para mí pero de pesadilla para mis padres, en el que no trabajaba ni estudiaba, y en el que a diario salía con mis "coleguillas" a ponerme pedo, trasnochar y todas esas cosas que les encantan a los adolescentes. Entre tanto descarrío, que recordaba a las malas compañías de Pinocho, de vez en cuando me abordaba el recuerdo de los dos años de esclavitud de oficina vividos, pero esos recuerdos no eran nada comparados con la tremenda huella psíquica que el servicio militar dejó indeleble en mi mente y que cada noche emergía en forma de pesadillas, como aquella que aún hoy me sucede esporádicamente en la que me veo de nuevo ingresando a las filas del ejército, a pesar de que dentro del mismo sueño repito una y otra vez: ¡No! ¡no! si yo ya he hecho la mili muchas veces !!!....

Aquel periodo displicente de vaguería y embriaguez duró más o menos un año, que fue lo que tardé en recuperar un poquito la cordura perdida en el ejército. Grandes peligros corrí junto a otras ovejas descarriadas, alguna de las cuales hoy ya no existen. Cayeron víctimas de peligros callejeros que todos conocemos y cuya mención excede el propósito de este artículo.

Pero salí adelante, no sé si gracias a la vida o a mi madre, que luchaba como tigresa para devolverme al buen camino. Mi hermano, mi único hermano, que es 16 años mayor que yo, y al que temí siempre más que a mi propio padre que en paz descanse, fue quien me agenció el segundo empleo de mi vida. Corría el año 1984 cuando entré a trabajar en las oficinas una conocidísima empresa americana dedicada a la fabricación y venta de productos de limpieza, como betunes, ambientadores, aceites lubricantes multiuso y cosas así. Las oficinas estaban localizadas en la Avenida del General Martínez Campos, en el exquisito barrio madrileño de Chamberí. Como quedaban cerca de la casa de mis padres, iba y venía caminando cuatro veces diarias. ¡Ay! que tiempos aquellos en los que desayunaba, comía y cenaba "a mesa puesta de mamá"

Mis queridos lectores, si pensaban que aquel primer empleo de "botones" fue el más duro para mí por lo irracional del comportamiento de mis jefes, esperen que les cuente mi experiencia en este segundo empleo, en el que increiblemente estuve cuatro largos años.

Pero eso será objeto de otro artículo. No dejen de leerme para saber cómo conseguí liberarme del yugo del empleo y gozar de la vida que gozo hoy.

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Acerca del autor

Daniel Moreno
www.idiomax.net

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